30/6/10

Micro- Ficción

Románticos:

El mar ya no era como antes y Estrellita lo sabía, no lograba satisfacerla como antaño. Según ella, sus olas se habían vuelto lentas, cabizbajas, aburridas. Decía que no lograba el esplendor de tiempos remotos, ese esplendor que tanta fama le había otorgado en otras épocas. Estrellita iba y venía caminando por la playa con sus manitas en la espalda, pensaba qué hacer para recuperar lo perdido. Estaba triste. Cerca del muelle un hombre pescaba sentado sobre una piedra tornasolada. Estaba solo desde hacía un rato largo. El cangrejo colorado venía saliendo del agua con una tablita de surf bajo sus tenazas.

-¿Qué te pasa Estrellita? Estás meditabunda.

-El agua Cangre, el agua. Siento que entre ella y yo hay un abismo.

Cancre dejó la tabla en la arena, se acercó para tomarle el hombro y mirarla a los ojos. Pareció entenderla y tras un suspiro la ciñó sobre su pecho. Las palabras de Estrellita fueron un susurro:

-Gracias Cangre querido, gracias.

El sol se dejaba ver tras la inmensa llanura salada, entrando lento, en el fondo de un saco azulado.

Caminaron hacia el hombre tomados de la mano, envueltos por el silencio de la tarde. A espaldas del pescador, subían a la piedra ayudándose mutuamente. En mitad del camino encontraron un espacio cóncavo y un lazo de tanza que colgaba de una caja.

-Es aquí.

-Está bien. -dijo el cangrejo rodeando con la tanza el cuello de Estrellita.

El sol se negaba al romanticismo guardándose como una moneda broncínea.

Estrellita saltaba, aliviada, al crepúsculo vacío.

Aristóteles:

Eran su mejor vestir, húmedos harapos matizados. Su risa mostraba en la cara un agujero negro; una carencia dental. Cada noche le pertenecía con su frío y su desierto. Vagaba por las calles mojadas de rocío, atravesaba plazas muertas y revisaba interminables cestos de basura. Batallaba con alimañas callejeras como perros, gatos y policías. Su barba enrulada le llegaba al pecho, su cabello grisáceo, apelmazado, siempre cortado de forma despareja. Le decían Aristóteles.

La luna brillante era un cuchillo carnicero entre nubes apagadas, los árboles desnudos dejaban una claridad sumisa sobre la calle brillante. Al entrar en un callejón para defecar, se encontró con un cuerpo de hombre tendido en el suelo. No se movía. Aristóteles lo movió empujándolo con su pierna. No se movía. Se agachó y palmeó un poco fuerte la pálida mejilla inerte. La cabeza se inclinó hacia un costado y dejó escapar una dentadura. Aristóteles la tomó, la limpió y se la puso haciendo muecas para acomodarla. Luego cagó frente al cadáver y se limpió con su ropa.

Ya tenía dientes, solo faltaba qué morder.

Fin de partida...Ja!

Una sombra larga proyecta en el patio la figura sin latido de Carla colgando de una soga.

Adentro:

Lungo Bardo;

un tres,

una sota,

un as:

el de espadas.

Avellano Bardo:

Una sota,

un tres,

otra sota.

Juegan bajo un clima distendido.

Sin mentiras, sobre la mesa dos 3: parda.

-Truco.

-Quiero re truco.

-Quiero.

Una sota

Lungo moja con la lengua el reverso de la carta y se lo paga en la frente. Abre sin maldad una sonrisa blanca.

En el patio luminoso y verde Lungo descuelga el bulto.

Avellano toma quejumbroso, entre dientes, la pala.